El repique de campanas por las noches, empieza el 19 de setiembre, en clara señal que la fiesta ha empezado. Son las novenas con los tradicionales rezos nocturnos, que nos acercan a la Madre de Dios, en la invocación a la Virgen del Consuelo patrona de Compín. Confieso que pocas veces asistí, pero aún tengo en la retina los rostros de quienes rezaban a la efigie menudita, que cada día quiero más.
Las campanas siguen sonando, la chica y la grande como le decíamos en mi generación, son verdaderas reliquias y mensajera de fiesta y dolor, que datan desde 1811. Mientras transcurren las novenas, conforme se acerca el día de alba, el entusiasmo en la gente va en aumento. Los comentarios son diversos, pero la preocupación mayor es por el número de bandas que amenizará la festividad; desde siempre, a mayor número de éstas la celebración promete ser mejor. Ah, pero no deja de inquietar las noches de fuegos artificiales, aquellos que tiñen de multicolor el cielo y alegran el alma.
La fiesta siempre fue una gran oportunidad para vestir ropa nueva, comer bien, probar helados y comer Œchampas‚ (dulces) que llegaban una sola vez por año.
Mientras escribo imagino el paseo de cargas de los hualsinchinos que cuentan los octogenarios, bestias adornadas y cargadas de alimentos que se cultivaron durante el año y que debería consumirse durante la celebración. Las botijas estaban llenas de chicha preparada a base de jora y chancaca, las lentejas y montañeros secos, también listos para Œconversar‚ con carne de pavo, gallina, cabrito, cuy o carnero. Verdaderos platos típicos de este pueblo.
También de aquellas vivencias de niño por ayudar a cargar los instrumentos desde la Chupallar a las banda de músicos que llegaban de otras provincias. La singular fiesta se vivía con intensidad, las bandas tocaban hasta el cansancio y todo el mundo bailaba sin cesar. El deporte siempre fue una de las mejores atracciones, a mi edad sólo recuerdo a los cuadros legendarios Unión Compín, José Carlos Mariátegui; en vóley a Esmeralda y Amarilis, equipos de garra y de buen dominio del balón, buenos ejemplos a seguir.
Otra imagen fijada en mi memoria están las correrías bajo los castillos de fuegos artificiales, durante los días centrales, no importando que la ropa y el cabello se queme. Igual, las cocineras con ranchos de techo de calamina apostadas en el contorno de la plaza mayor, desde la madrugada dejaban escuchar el típico silbido de las teteras. Verdaderos años maravillosos de tradición y buenas costumbres. Pero como todo final es triste, cuando la patrona salía en procesión, la congoja embargaba el corazón de propios y extraños. El día de la partida, los abrazos y apretones de manos dejaban un hondo vacío que tenía que pasar un año para volver a llenar.
Las campanas siguen sonando, la chica y la grande como le decíamos en mi generación, son verdaderas reliquias y mensajera de fiesta y dolor, que datan desde 1811. Mientras transcurren las novenas, conforme se acerca el día de alba, el entusiasmo en la gente va en aumento. Los comentarios son diversos, pero la preocupación mayor es por el número de bandas que amenizará la festividad; desde siempre, a mayor número de éstas la celebración promete ser mejor. Ah, pero no deja de inquietar las noches de fuegos artificiales, aquellos que tiñen de multicolor el cielo y alegran el alma.
La fiesta siempre fue una gran oportunidad para vestir ropa nueva, comer bien, probar helados y comer Œchampas‚ (dulces) que llegaban una sola vez por año.
Mientras escribo imagino el paseo de cargas de los hualsinchinos que cuentan los octogenarios, bestias adornadas y cargadas de alimentos que se cultivaron durante el año y que debería consumirse durante la celebración. Las botijas estaban llenas de chicha preparada a base de jora y chancaca, las lentejas y montañeros secos, también listos para Œconversar‚ con carne de pavo, gallina, cabrito, cuy o carnero. Verdaderos platos típicos de este pueblo.
También de aquellas vivencias de niño por ayudar a cargar los instrumentos desde la Chupallar a las banda de músicos que llegaban de otras provincias. La singular fiesta se vivía con intensidad, las bandas tocaban hasta el cansancio y todo el mundo bailaba sin cesar. El deporte siempre fue una de las mejores atracciones, a mi edad sólo recuerdo a los cuadros legendarios Unión Compín, José Carlos Mariátegui; en vóley a Esmeralda y Amarilis, equipos de garra y de buen dominio del balón, buenos ejemplos a seguir.
Otra imagen fijada en mi memoria están las correrías bajo los castillos de fuegos artificiales, durante los días centrales, no importando que la ropa y el cabello se queme. Igual, las cocineras con ranchos de techo de calamina apostadas en el contorno de la plaza mayor, desde la madrugada dejaban escuchar el típico silbido de las teteras. Verdaderos años maravillosos de tradición y buenas costumbres. Pero como todo final es triste, cuando la patrona salía en procesión, la congoja embargaba el corazón de propios y extraños. El día de la partida, los abrazos y apretones de manos dejaban un hondo vacío que tenía que pasar un año para volver a llenar.